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GASTRONOMÍA

El ají nuestro de cada día

Los ajíes y pimientos son la nueva tendencia mundial. En los últimos 22 años la Conferencia Internacional de la Pimienta atrajo a científicos, investigadores, patólogos, agricultores, genetistas, entomólogos, virólogos, cocineros, empresarios y amantes del picor para intercambiar información sobre el mercado de los capsicum. En junio pasado se realizó la vigésima tercera versión de la Conferencia. La sede se trasladó por primera vez a Sudamérica y nuestro país fue el elegido, no solamente porque el ají es la base de la cocina peruana sino porque el volumen de exportaciones de diferentes variedades se ha multiplicado y consolidado en los últimos años.

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¿Desde cuándo se consume ají en nuestro país?

Los testimonios arqueológicos más antiguos datan de 8.000 a.C. y se ubican en la cueva Guitarrero en Yungay, (Ancash), donde se encontraron rastros de este ingrediente, como también se hallaron semillas de ají en el complejo arqueológico Huaca Prieta (2500 a.C.). Es decir, antes de que los peruanos empezaran a usar la cerámica.

Según el doctor Carlos Elera Arévalo, director del Museo Sicán, el consumo de ajíes en el antiguo Perú fue rutinario entre los pobladores del litoral. En sus investigaciones arqueológicas encontró que los hábitos alimenticios de los descendientes muchik, distribuidos en los pueblos de Lambayeque, Jequetepeque, Chicama, Moche y Virú, incluyeron el consumo de crustáceos con tanta frecuencia como el de ají y sal.

En el sur del país, los ajíes y rocotos fueron descritos tempranamente por cronistas como el Padre Joseph de Acosta quien habla “de la natural especería que dio Dios a las Indias de Occidente… la que en Castilla llaman pimienta de las Indias, y en Indias por vocablo general tomado de la primera tierra que conquistaron nombran ají, y en lengua del Cuzco se dice uchu, y en la de México chili”.

Todas las evidencias apuntan a sentar el acta de nacimiento del ají en la zona altiplánica que comparten Perú y Bolivia. “Ni los mexicanos respaldados por un ejército de ‘chiles’ discuten esa verdad”, escribió con delicioso humor el científico Fernando Cabieses en el libro “Antropología del ají”. Dice que el género capsicum, al que corresponden todos los ajíes del planeta, se originó hace veinte mil años.

La ruta del ají

Existen alrededor de treinta especies diferentes de ajíes, pero solo cinco de ellas han sido domesticadas, las demás son silvestres.

Probablemente fueron las aves las que se encargaron de trasladar las semillas desde los Andes hasta México, desperdigándolas en el camino por diferentes suelos, que por supuesto dieron origen a variedades impensadas gracias a las manos de los agricultores de entonces. El ají fue una de las primeras plantas domesticadas en América Latina.

La hipótesis de los pájaros mensajeros no es descabellada si tenemos en cuenta que las aves son incapaces de sentir el picor del ají. Fue así como las sembraron desde la cuenca del Amazonas a la del Orinoco y el Río de la Plata, incluyendo México y el Caribe.

Luego de las avecillas viajeras, otro viajero se encargó de expandirlas al mundo. Fue Cristóbal Colón quien en su primera aventura trasatlántica llenó sus bodegas de ají y las llevó a España en 1493. Apenas llegado a la Península Ibérica, el ají se extendió por Europa. Los portugueses lo llevaron en sus expediciones por la costa africana, la India y el Medio Oriente y los turcos lo comercializaron en Constantinopla y los Balcanes. La expansión fue tan vertiginosa que, en 1541, mientras Francisco Pizarro moría en Lima, en la India ya se cultivaban tres variedades de ají (la fuente sigue siendo la del maestro Cabieses).

Relatos del ají

Los cronistas se encargaron de registrar el uso de los ajíes en la cocina prehispánica. “Lo echan en todo lo que comen, sea guisado, sea cocido o asado, no lo han de comer sin él”, escribió Garcilaso de la Vega en Comentarios Reales de los Incas (1609).

Se cree que durante el incanato no existía el intercambio de monedas como valor de trueque, aunque sí de mercancías de carácter utilitario a las que se asignaban un valor determinado de intercambio. El historiador Luis E. Valcárcel señaló que el manojo de ajíes secos o ranti servía como unidad de cambio. “Era una forma de comercio más elaborada que el simple trueque de productos. El ají, junto con las hojas de coca, fue uno de los objetivos preferidos como moneda/mercancía”. (Ajíes peruanos, sazón para el mundo. Apega, 2010). Aunque parezca mentira, su uso como medio de trueque sobrevive todavía en algunas regiones serranas alejadas.

El versátil ají no solo sirvió para el placer de comer sino también como instrumento de tortura y suplicio tal como relata la novela histórica “Narración de una conquista” (citada por el doctor Cabieses) sobre el tormento que Huáscar le hizo aplicar a Colla Túpac, uno de los albaceas de su padre, Huayna Cápac. Esta crueldad no fue patrimonio de los Incas. Grabados del Antiguo México muestran a un padre de familia castigando a su hijo haciéndolo inhalar el humo del chile.

Posteriormente, propiedades bastante menos desalmadas adornaron el ají a la luz de la ciencia y la medicina popular. Se le atribuye efectos estimulantes sobre el sistema digestivo, eficaz para tratar picaduras de insectos, curar el “mal de altura” y aliviar el estreñimiento. Comido con moderación incita el deseo sexual, elimina las vinagreras y calma el dolor de muelas. Usado como cataplasma detiene el asma, la toz persistente y el catarro; molido es bueno para curar anginas; tostado detiene los mareos; y en polvo elimina los piojos. El listado continúa: es diurético, retarda la vejez, detiene la calvicie y sirve como anestésico local, entre otras virtudes.

Somos lo que comemos

No existe aún un inventario de especies, confiesa el ingeniero Roberto Ugás, investigador y docente de la Universidad Nacional Agraria de La Molina. Sin embargo, tienen registradas “250 entradas al banco de germoplasma”, de las cuales el 30% son productos duplicados que llevan el mismo nombre siendo de distinta variedad o que siendo de la misma variedad tienen denominaciones distintas. En cualquier caso, el suelo, el clima, la altura, y otras condiciones bioclimáticas condicionan las diferencias.

Gracias a investigaciones realizadas desde hace varias décadas se logró determinar que hay cinco especies cultivadas de capsicum, y las cinco se encuentran en el Perú: capsicum pubescens (rocoto), capsicum frutescens (pipí de mono, charapita, arnaucho), capsicum baccatum (el más conocido en el Perú, a esta especie pertenecen el ají mirasol, el escabeche, pacae, cacho de cabra, ayucllo), capsicum chinense (panca, colorado, mochero, ají dulce, limo) y capsicum annuum (cerezo). A esta última especie, por ejemplo, pertenece la gran mayoría de ajíes mexicanos.

A estas alturas de la historia no cabe ninguna duda que somos la civilización de la papa tanto como la del ají. Nuestra cocina clásica incluye rubros genéricos como “picantes” o “ajiacos”, amén de salsas imprescindibles que combinan productos varios pero siempre con la presencia recurrente del ají que es finalmente el ingrediente que le da carácter y personalidad.

Amamos el ají y gracias a este incandescente enamoramiento que no muestra visos de cansancio, las picanterías y comederos populares, rinden tributo, día a día, plato a plato, a este invencible producto; que fogoso y enardecido sigue provocando suspiros, lágrimas, comezones y apetencias. Los peruanos nostálgicos lo llevan de contrabando en la maleta o lo buscan en los mercados étnicos, mientras los migrantes regresan a sus pueblos en busca del sabor particular del aderezo que les formó el paladar en la infancia. Sin ají no hay ni sabor ni alegría. Lo más probable es que luego del primer bocado los picores queden relegados o subordinados porque como bien apunta el refrán “sarna con gusto no pica”.


Por María Elena Cornejo / Fotos Marie Duharte

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